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24. La Cruz y la Santidad de Dios

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La cruz y la santidad de Dios

Isaías 6: 1 al 7, así dice el Señor: “En el año que murió el rey Uzías vi yo al Señor sentado sobre un trono alto y sublime, y sus faldas llenaban el templo. Por encima de él había serafines; cada uno tenía seis alas; con dos cubrían sus rostros, con dos cubrían sus pies, y con dos volaban. Y el uno al otro daba voces, diciendo: Santo, santo, santo, Jehová de los ejércitos; toda la tierra está llena de su gloria. Y los quiciales de las puertas se estremecieron con la voz del que clamaba, y la casa se llenó de humo. Entonces dije: ¡Ay de mí! que soy muerto; porque siendo hombre inmundo de labios, y habitando en medio de pueblo que tiene labios inmundos, han visto mis ojos al Rey, Jehová de los ejércitos. Y voló hacia mí uno de los serafines, teniendo en su mano un carbón encendido, tomado del altar con unas tenazas; y tocando con él sobre mi boca, dijo: He aquí que esto tocó tus labios, y es quitada tu culpa, y limpio tu pecado”.

El rey Uzías fue muy destacado y su muerte dejó un vacío de poder e incertidumbre sobre el futuro de la nación israelita. Un escenario perfecto para que Dios muestre su santidad monárquica y así calmar los temores de la nación; la da a conocer al profeta Isaías, según los versículos 1 al 4. Dicha exhibición es en extremo superlativa en palabras y acciones que hablan de Santidad: “Señor”, “Rey”, el Dueño soberano de todo, “sentado” -palabra que significa posición de gobierno, de dominio-, “…trono alto y sublime”, estas palabras hablan por sí mismas, “…y sus faldas llenaban el templo”, el largo de sus faldas también es un superlativo de majestad y santidad. Lo que hacen los serafines en la escena diciendo: “Santo, Santo, Santo”, que hacía temblar hasta los muros inertes, y el humo o nube, llenándolo todo, habla también de Santidad monárquica superlativa. 

Al contemplar una Santidad tan grande Isaías ve su necesidad de ella, o lo que es lo mismo, su horrenda inmundicia. Ve cómo es de imposible para él habitar junto a esa Santidad monárquica superlativa y declara su propia muerte: “¡Ay de mí! que soy muerto…”, desecho, declara su propia destrucción; y eso que Isaías era el hombre más santo de la nación en ese momento, pero con solo ver los pecados que salen de su boca, entendió la abismal diferencia entre el Dios Santo que lo creó y él. Isaías entendió que el ser santo, la majestad de Dios, no se puede contar con quien no tiene nada de santo, y se vio a sí mismo desecho, destrozado. Se auto condenó con un ¡Ay!, que es una sentencia de maldición. 

Y después de esta Santidad exhibida y necesitada con urgencia, el Rey Supremo, superlativamente santo, tiene una solución para este tremendo problema de incompatibilidad, entre el que es Santo superlativamente y el que no tiene nada de santo. Y allí aparece una sombra de la Cruz.

En esta sombra de la Cruz ya vimos, en lo que llamamos el altar de los Patriarcas y el altar del tabernáculo y el templo, que Cristo es ese altar, como enseña Hebreos 13: 10; pero, además, Cristo es el sacrificio que se coloca sobre el altar; la sangre que se derrama sobre el altar es la sangre de Cristo, es la sangre de la expiación, que es lo único que soluciona el problema que causa la Santidad de Dios; noten las palabras en el versículo 7: “…es quitada tu culpa, y limpio tu pecado”, esta es la Justificación, la Expiación trae Justificación.

La Cruz aquí representada por el altar, la víctima sacrificada sobre el altar, y el tizón ardiendo tomado del altar y aplicado a los labios del pecador, son la primera mitad de la solución al problema que genera la Santidad monárquica superlativa del Gran Rey Creador. La otra mitad es la obediencia activa de Cristo durante los años anteriores a su ida a la Cruz. Cristo nunca tuvo labios inmundos, ni ojos, pensamientos, ni manos o pies inmundos. Y cuando el pecador arrepentido cree en la Cruz, toda esa Santidad, que pertenece solamente a Cristo, le es acreditada al pecador convertido, quien es vestido de la Santidad de Cristo, como dice Gálatas 3: 27: “…porque todos los que habéis sido bautizados en Cristo, de Cristo estáis revestidos”; y esto soluciona por completo el problema que genera la Santidad monárquica superlativa del Rey Supremo.

Con esa Santidad que le pertenece a Cristo el pecador, así vestido, así santificado, verá al Señor; porque sin esa Santidad “…nadie verá al Señor”, Hebreos 12: 14. 

¿Pueden ver la grandeza de la Cruz? ¿Pueden ver la grandeza de la obediencia de Cristo antes de subir a la Cruz por nosotros? ¿Pueden amar más a Cristo? ¿Pueden amar más el plan de Dios? ¿Pueden estar más seguros de dónde viene la salvación? ¿Pueden ver de dónde viene la Santidad con la cual veremos al Señor?

¡Oh, Señor! Has que nuestro corazón arda más y más de pasión por Cristo, de admiración por la Cruz; has que podamos decir con el apóstol: “Pero lejos esté de mí gloriarme, sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo me es crucificado a mí, y yo al mundo”, Gálatas 6: 14. 

 

La Cruz y la Santidad de Dios -Poesía-

 

¿Hasta dónde se levanta la altura

De tu colosal Santidad?

No existe tan alta figura

Del Rey y su gran majestad.

 

Aún superlativa es pequeña,

Exaltarla nunca se podrá;

El vil pecador ni lo sueña,

Por Dios repelido será.

 

¡Qué horror causó en el profeta

Su sola inmundicia al hablar!

No tengo una Santidad perfecta, 

Su luz me va a despedazar.

 

Del trono salió ya la orden,

Un ángel voló hacia el altar;

Carbón encendido lo ponen,

Mi problema van a solucionar.

 

Altar y víctima representan

El fuego y dolor de la Cruz,

Que la falta de Santidad ya enfrentan,

Quitan llaga podrida y su pus.

 

¡Oh, Cristo! Tu muerte y tu vida

El gran problema solucionó,

De aquella Santidad superlativa

Al vil pecador lo vistió. Amén.

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