“Santifícame todo primogénito, todo el que abre matriz entre los hijos de Israel, así de los hombres como de los animales; mío es” (Éx. 13:2).
Los primogénitos varones eran muy estimados en el Antiguo mundo, pues representaban el inicio de la fuerza del padre, y eran los principales herederos.
Por esa razón, cuando Dios quiso visitar con su más terrible juicio a Egipto, mató a los primogénitos varones de cada casa, ocasionando un gran dolor y tristeza; pero, a la misma vez, mostró su gran misericordia para con Israel al salvar a los primogénitos varones entre ellos.
Pero, las cosas que recibimos por la gran misericordia del Señor deben ser dedicadas a él, pues, Dios quiere de nosotros lo mejor, lo que más queremos, lo que más nos cuesta.
Es por esa razón que ahora le pide a los padres que dediquen a sus hijos primogénitos, por todas las generaciones, ya que ellos le pertenecen al Señor. Ellos deben ser santificados, es decir, consagrados.
Luego el Señor dio la ley de la redención de los primogénitos, o la presentación de los niños primogénitos, pues, solo los miembros de la tribu de Leví podían servir en el Tabernáculo; de manera que, siendo que todos los primogénitos varones de todas las tribus le pertenecían al Señor, entonces, Dios les permitió que ellos pudieran “comprar” o “redimir” a sus hijos a través de unas ofrendas especiales, en las cuales se intercambiaba al niño de otra tribu por un varón de la tribu de Leví.
Aunque hoy día no tenemos un rito cristiano que se llame “la presentación” o “la redención” de los niños, aprobado por el Nuevo Testamento; si debemos considerar que todos nuestros hijos están dedicados al Señor, consagrados a él, por lo tanto, esto implica orar por ellos, orar con ellos, instruirlos en la ley divina, instruirlos en el evangelio, todos los días; hasta que podamos ver en ellos el don de la fe, el cual les es dado por el Espíritu Santo.
Todos los creyentes somos la iglesia de los primogénitos, cuyos nombres están escritos en los cielos, y hemos sido comprados a precio de sangre por el Unigénito hijo de Dios, el verdadero cordero pascual; por lo tanto, siendo que fuimos así librados de la muerte eterna, ahora nos dedicamos a Dios, nos consagramos a él, y también procuramos que nuestros hijos vivan para él.
Pr. Julio C. Benítez