“La cual abandona al compañero de su juventud y se olvida del pacto de su Dios” (Prov. 2:18).
Dios diseñó el matrimonio para que sea un pacto para toda la vida, hasta que la muerte los separe, pues, el matrimonio es un reflejo de la relación indisoluble entre Dios y su pueblo, entre Cristo y la iglesia.
Además, el matrimonio procura la estabilidad de la familia, de la sociedad, e, incluso, de la iglesia.
Por esa razón, el matrimonio es visto como un contrato, en el cual los dos contrayentes, al firmarlo, se comprometen a amarse, cuidarse, protegerse y a estar juntos hasta el fin.
Pero la mala mujer, o el mal hombre, aquel o aquella que tiene un corazón inclinado a sus propios pecaminosos intereses, y no procura el bienestar de los demás, sino solo la satisfacción de sus propios y engañosos deseos, desestima la firmeza del pacto matrimonial ante las primeras dificultades, ante el reto de morir a sí mismo cada día, ante la necesidad de persistir, ante la durabilidad del matrimonio; pues, siempre anda buscando cosas novedosas, y su corazón está inclinado a los constantes cambios.
Por el contrario, la buena mujer o el buen hombre, llenos de la gracia de Cristo, aprenden a ser estables, firmes en sus promesas y pactos. Los cuales procuran que el matrimonio sea hasta la muerte, trabajan para que cada día esté lleno del amor necesario para perdonarse, de la gracia suficiente para alentarse, del poder divino para resistir cualquier adversidad juntos.
Y, cuando los años han pasado, y las enfermedades vienen, las arrugas aparecen, la debilidad del cuerpo se acrecienta, la lozanía de la juventud es historia; los dos fortalecen aún más el pacto matrimonial, uniéndose más en oración y ruegos, esperando del Señor la gloriosa recompensa para aquellos que están junto al compañero o compañera de su juventud hasta que el último suspiro los acompañe.
Pr. Julio C. Benítez