“No codiciarás la mujer de tu prójimo” (Éx. 18:17).
El último mandamiento condensa a los demás que forman parte de la segunda tabla de la Ley, pues, se enfoca no solo en los actos en sí de la violación o transgresión, sino en cuidar el corazón, en vigilar los pensamientos y deseos más profundos del alma; pues, del corazón salen las concupiscencias, los malos deseos, y allí está la raíz del pecado.
Esa es la razón por la cual Jesús dijo que si un hombre mira a una mujer para desearla en su corazón, en su mente, en sus deseos, ya cometió el pecado del adulterio.
Por lo tanto, Dios no sólo ordena que los hombres se cuiden de cometer los actos físicos, sino que protejan su mentes y deseos, pues, aunque estos sean muy ocultos e íntimos, son la raíz del mal. En razón de lo cual debemos pedir a Dios que examine nuestros corazones y nos revele las verdaderas intenciones que nos motivan a desear las cosas.
Codiciar es desear las cosas que el otro tiene, lo cual es pecado, porque manifiesta que no estamos contentos con lo que Dios ha destinado para nosotros; pero, cuando obtenemos lo que deseamos del otro, lo cual también puede implicar el robo, experimentamos aún una más grande insatisfacción, ya que la codicia nunca se sacia, pues, el vacío o insatisfacción no se llena con las cosas materiales o emocionales, sino que, cuando por el Espíritu de Dios, procedemos a poner nuestra fe en Cristo Jesús, estamos satisfechos en Él y las pocas o muchas cosas que tenemos de esta vida no se adueñan de nuestros corazones.
Hay muchas formas de desear a la mujer del prójimo, y lo mismo aplica para el deseo del marido de otra mujer: Verla más hermosa físicamente que la nuestra, admirar su inteligencia por encima de la de nuestra esposa, incluso, aunque parezca algo sano, admirar su piedad por encima de la de nuestra esposa. Ese puede ser el comienzo del pecado del adulterio.
Eva cayó en pecado cuando dejó que en su corazón brotara la codicia, pues, aunque Dios le había provisto de todos los frutos del huerto para su disfrute, cuando el Tentador le habló de las bondades del único fruto que no había comido nunca, porque Dios se lo había prohibido, entonces deseó tener lo que tenía, aunque tenía todo lo bueno y necesario; lo cual la llevó a caer en la desgracia más grande y terrible.
Dios nos ayude a no desear el esposo o la esposa de nadie, pues, a pesar de las dificultades matrimoniales, Dios nos ha dado el cónyuge que necesitamos.
Pr. Julio C. Benítez